1. En un cazo, calienta el agua al fuego, con la sal, el bicarbonato y la mantequilla. Cuando empiece a hervir, añade toda la harina y retira inmediatamente del fuego.
2. Dentro del cazo, empieza a mezclar la masa con la cuchara de madera hasta conseguir una textura homogénea.
3. Cuando se haya enfriado lo suficiente para que puedas manipularla, lleva la masa a la mesa y acaba de amasar a mano. Un par de minutos son suficientes.
4. Cubre la bola con un paño y déjala reposar 20 minutos.
5. Divide la masa en dos partes iguales. Coge una de ellas y dale forma de cilindro con la mano. Así entrará fácilmente en la churrera.
6. Abre la churrera, cárgala y tápala. Recuerda que para que funcione es necesario que la parte dentada de la varilla quede mirando hacia el mango.
7. Pon una sartén a fuego vivo con una buena cantidad de aceite: los churros tienen que flotar.
8. Para saber si el aceite está bien caliente, echa una bolita de masa en la sartén, en cuanto flote y comience a espumear, estará listo. Es importante que el aceite esté bien caliente para que el churro mantenga la forma y para que no quede aceitoso.
9. Con la churrera puedes ir echando, uno a uno, los churros en la sartén. Si no te sientes seguro, forma los churros sobre una hoja de papel de hornear, rectos, en forma de gota o en espiral, como más te guste. Cógelos con la mano y llévalos a la sartén.
10. El aceite no tiene que llegar a humear, si ves que gana demasiada temperatura, bájale un punto a la cocina. Con unas pinzas o un par de tenedores, dale vueltas a los churros para que se frían bien por todas sus caras. Cuando estén bien dorados, sácalos a un plato con papel absorbente.
11. En cuanto puedas tocarlos sin quemarte, a por ellos. Rocíalos generosamente con azúcar, sumérgelos en chocolate o en café con leche, o así, solos. Prueba y ya dirás si tengo o no razón.